CATERGORÍA ESPECIAL
Mención Especial Narrativa
Titulo: La caja de Pandora
Autora: Julia Danaide Miranda García
La caja de Pandora
“Sólo hay un bien: el conocimiento. Sólo hay un mal: la ignorancia” (Sócrates)
De la arcilla vine y ahora regreso a ella. No es que me importe demasiado, si os soy sincera. Como algún
poeta dijo, no recuerdo en que ocasión: “la vida duele”. Mi alma está llena de cardenales y heridas. No
puedo decir que no haya habido momentos de ternura y consuelo, pero no se me ha otorgado el poder
degustar de las mieles libadas de las flores de la primavera. El divino padre de hombres y dioses, el bien
amado Zeus, me condenó a sufrir la ignominia y el desprecio de las generaciones venideras. Me fue negada
la naturaleza beatífica de los dioses, y de la dulce unión de la árida tierra y las cristalinas aguas de mi
querida Hellas fui moldeada. “La que posee muchos dones” me llamaron y, ciertamente, mis hacedores me
otorgaron las más exquisitas gracias que mujer alguna pudiera hospedar. Sin embargo, por mi culpa -a decir
de las malas lenguas-, los males de la humanidad se dispersaron por el mundo y forjaron las lágrimas y
desventuras de la progenie mortal. Eso es lo que los poetas contaron de la infortunada que no supo
domeñar sis instintos y embarcó a la humanidad en una desesperada, y desesperanzada, huida hacía
delante.. por supuesto, esa es la historia contada y re-contada, oída y transmitida. También ha sido la
excusa perfecta para subyugar a mis hermanas y silenciar sus palabras, vidas y hazañas, para esgrimir
razones y sinrazones que se perpetuaban en el tiempo.
¿Y a mi? ¿Quién me ha preguntado o se ha interesado por lo que yo tenía que contar? Ahora, en los últimos
días del invierno de mi existencia, os ruego..., os exhorto..., humildemente os pido que me escuchéis, que
no prestéis oídos a calumnias y embustes, y que el juicio al que constantemente me sometéis sea declarado
nulo y mi sentencia sea absolutoria.
El árbitro supremo, el todopoderoso Zeus, aquel que lanza el ardiente rayo y amontona las nubes, ordenó
mi creación en un arranque de cólera divina contra el desafío de Prometeo, el benefactor de la humanidad.
Arrebatando, a hurtadillas, el sagrado fuego del ígneo carro de Helios, se lo entregó a los hombres, violando
el mandato del hacedor olímpico. Encomendó a Hefestos, el divino cojo, señor de la fragua, que de la tierra
forjara una mujer para que atrajera al hombre a su destrucción; que un ser maligno fuera creado como
precio al disfrute ilícito del fuego. Cómo veis, nada bueno podía salir de la ira y el furor del dios de los
dioses. ¿Y tal designio fue culpa mía? ¿A tal propósito se encaminaba esta desdichada criatura, a expensas
de su propia voluntad? A esta tarea, con gran fruición, se entregó el ilustre artífice, el dios Hefestos, que me
dotó de una dulce y encantadora apariencia, similar a las de los eternos habitantes del sagrado Olimpo. La
excelsa Atenea, la virgen de los ojos de lechuza, me engalanó con una túnica de dorado brocado y colocó
sobre mi cabeza una guirnalda de bellas flores de llamativos colores. El de áurea espada, el resplandeciente
Apolo, me otorgó una dulce voz que rivalizaba con los celestes acordes de la lira del padre de los cantos, el
tracio Orfeo. La bellísima Afrodita, aquella que surgió de la espuma de las olas marinas, me engalanó con
una hermosura infinita y una galanura excelsa. Las dos tríadas de diosas de la naturaleza, las Gracias y las
Horas, acompañaron como cortejo a las divinas Atenea y Afrodita, y cual hadas madrinas, numerosos
atributos me otorgaron. Finalmente, el de las sandalias aladas, el ingenioso, astuto y artero Hermes me
“agració” con unos dones que, más que parabienes, se convirtieron en males atribuidos, por generaciones,
a las de mi misma condición, a las mujeres: una lengua ingeniosa y rápida, un espíritu insolente y una
naturaleza mentirosa.
Esa, en conjunto, fue la génesis de mi persona. Y no os creáis que fui única en su especie. Si en mi amada
Grecia fui la primera mujer, fabricada con la exclusiva intención de ser piedra de tropiezo para el hombre, en
las distintas tierras por donde el ser humano imponía su civilización aparecieron hermanas mías que,
invariablemente, se convertían en la perdición de sus congéneres masculinos, convirtiéndose en arquetipos
de mujeres tentadoras: mi querida Eva, la inmoral Jezabel, la preciosa Helena, la malhadada Medusa, la
embaucadora Dalila, la mortal bruja Medea, la seductora Salomé, la enigmática Morgana... Según relatan
ancestrales historias, antes de mi llegada, los hombres vivían sin preocupaciones, sin conocer el trabajo
fatigoso o los sinsabores del dolor, en una auténtica Edad de Oro. Cuando pasaban del mundo terrenal al
celestial, dicho viaje suponía un sosegado despertar del dulce sueño de la vida para morar, por toda la
eternidad, en la majestad de los Campos Elíseos. Y yo, ¡pobre de mi!, me presenté como un torbellino a
destruir esa existencia regalada.