El gran padre Zeus, dueño del trueno, para llevar a buen termino su elaborado plan de venganza contra
Prometeo, aquél que ve el futuro, y, a su vez, conseguir la destrucción moral de los hombres, me condujo
hasta la Tierra, donde los mortales convivían con los dioses. Mi belleza deslumbró a cuantos se acercaron a
mi. Sin embargo, el taimado padre de todos los dioses del Olimpo me había encomendado la tarea de
seducir a Epimeteo, aquel que reflexionaba tarde, el crédulo hermano de Prometeo, para desposarme con
él. Aquél que se convertiría en mi marido, tan ingenuo él, había sido reiteradamente advertido por su
hermano para que no aceptase dádiva alguna, ni tampoco acogiera a ningún ser, que procediera de las
manos del todopoderoso padre del cielo. A Epimeteo se le nubló la razón y, olvidándose de las advertencias
de su juicioso hermano, me acogió en su hogar. Con gran premura, contrajimos fastuosas nupcias a las que
acudieron, en fraterno cortejo, los habitantes del Cielo y los de la Tierra. Llegado a este punto debo
recordaros que, en ningún momento, mi voluntad se encontró libre para actuar según mi propio albedrío.
Los dones con los que me invistieron los dioses fueron de su privativa y sola elección, y no tuve la menor
intención de que mi enamorado cayera rendido a mis pies. Mucho menos penséis que yo albergaba deseo
alguno de desposarme con aquel infeliz; pero... ¿quién podía osar enfrentarse al más poderoso y temible de
todos los dioses del panteón olímpico?
¡Pues bien! Heme aquí, única en mi especie, unida, en un matrimonio forzoso, a uno de tantos del linaje de
los hombres, y no precisamente al más sagaz de ellos; mis sentimientos ignorados; mi voz silenciada. Como
presente nupcial, el temible Zeus le entregó a mi recién desposado una bellísima jarra, que no una caja
como historias posteriores han relatado, decorada con los más delicados dibujos policromados que pintor
alguno pudiera imaginar. La única condición que le impuso fue que nunca, nunca jamás, abriera la tapa que
sellaba el contenido de la esplendida vasija. Y es aquí donde la memoria colectiva de las generaciones
venideras ha perpetuado el ideal misógino de la culpa atribuida al genéro femenino, a la Mujer. Dicen que en
la caja -en realidad una jarra- se encontraban todos los males que, hasta ese momento, la Tierra carecía,
pues era ésta un edén de paz y sosiego. También se cuenta que, ávida de curiosidad por conocer los
secretos escondidos en tan atractivo recipiente, las desventurada Pandora -¡yo misma!- levantó ligeramente
la tapa para descubrir qué sagrado arcano se ocultaba en su interior que mereciera tan severa restricción.
Según las malas lenguas, tuve la mala fortuna de que, presa del pánico por que se descubriera mi
transgresión, con precipitación cerré la tapa, dejando prisionera en lo más recóndito del receptáculo la
Esperanza.
Empero... esa no es la verdad de la historia. Lo cierto es que antes de abandonar los aposentos celestiales
hacía mi morada terrenal, el que engendra el trueno y el rayo, el omnipotente Zeus, urdió un engaño
haciéndome creer que, una vez desposada con Epimeteo, debía abrir la jarra entregada como regalo si
quería que nuestra vida conyugal gozara de las mieles del paraíso y de la ambrosía de los dioses. ¡Ay de
mi! De haber sabido lo que contenía la vasija ¿Creéis que hubiera osado, ni tan siquiera, tocarla? Fui
concebida en la mentira y mi naturaleza se fraguó en el artificio. Pero no soy culpable de mi condición que
aquél la que me entregué como esposa o que aquellos otros que sufrieron las desdichas de mi
inconsecuente actuación, una que me acarrearía la ignominia y el oprobio de las generaciones.
Sois libres de cuestionar la veracidad de mis argumentos y de no dar crédito alguno a mis palabras. En la
historia de la humanidad, el devenir de los pueblos se ha escrito con las mentiras de los vencedores y la
sangre de los vencidos. Los textos elaborados de las hazañas de los poderosos han sido un continuo
pretexto para el silenciamiento de las notas discordantes de la melodía general. Sin embargo, ¿cómo podéis
estar tan seguros de que lo que os ha sido transmitido por tradición es la sacrosanta verdad? ¿No me
merezco el beneficio de la duda y que, al menos, consideréis la posibilidad de que mi relato pueda contener
elementos de verdad? Sólo os pido que dediquéis unos momentos pensar en esa posibilidad, por remota
que pudiera parecer.
Espero que todos aquellos que lean estas líneas aprendan a mirar más allá de las apariencias. La dulce y
bella Pandora no es responsable de los actos que cometió, por carecer de libertad para ejercitar su propia
voluntad, y se vio sometida al arbitrio de fuerzas más poderosas. Creo que me merezco el perdón y la
absolución a mis actos después de tan larga condena. Es momento de desvanecerme como el humo y
desaparecer en las nieblas de la ficción. El invierno se acerca. La razón de la historia se ha impuesto a la
superstición del mito. Ya sólo quedan vacías y hechos mistificados a fuerza de haber sido contados y re-
contados, escritos y re-escritos, escuchados y re-escuchados.
Pero... ¡un momento! Un rayo de esperanza se abre paso entre la inmensidad del cielo gris. La voz de los
acallados se escucha, las historias de los que carecían de historia se cuenta, los márgenes se acercan al
centro, y se produce una polifonía de sonidos, armónicos... discordantes... entonados... ¿Y qué más da
cómo sean? La Esperanza no se quedó encerrada en el interior de la caja, o jarra, o lo que sea que fuera, y
puede que las mujeres ya no sean la perdición de los hombres, y éstos abandonen su puesto de carceleros
y guardianes de sus consortes. Es hora de aprender que la suerte es compartida y que Prometeo, aunque
fuera al final, como benefactor del género humano, triunfó sobre el señor del trueno y el rayo, el irascible
dios Zeus.
Adiós, mis buenos amigos, adiós...