Cuando bastante tiempo después falleció mientras dormía junto a la ventana, con el gato
en el regazo, me quedé a residir en la mansión, ya con mi título universitario. Esta carta
es mi opera prima, confio en que sirva para concienciar a las personas, tanto pacientes
como familiares, de que la senectud no es una enfermedad. La verdadera enfermedad es
el abandono. Por eso, la mejor medicina del mundo continúa siendo el afecto y la
consideración.
Mi tía me legó la formidable mansión del Tibidabo coronada por la veleta del ángel. Y aquí
sigue, con el torreón sobresaliendo entre la espesura del bosque, igual que un castillo
encantado. Fu-manchú duerme durante casi todo el día enrollado en el sillón de junto a la
ventana, el mismo que ocupaba Dora. En ocasiones, cuando la humedad que flota sobre
los pinares del Tibidabo exhala su aliento blanquecino, he podido ver una sombra difusa
elevándose por encima de la mansión. Y entonces comprendo que mi tía vive ahora de
otro modo, en la dimensión literaria de los cuentos de hadas, de la mano con el ángel de
la bruma.
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