Preocupada por su equilibrio mental, decidí acudir al ambulatorio para ver si los médicos
podían hacer algo, retrasar siquiera un poco la evolución de su dolencia, porque yo le
había cogido mucho cariño y sentía verla declinar. Enseguida le recomendaron un
tratamiento paliativo y ella, casi de la noche a la mañana, empezó a mejorar, tan lúcida y
mejorada que sorprendía. Sin embargo, Dora continuaba empeñada en lo de las visitas
del ángel en plena noche dentro de su alcoba, cuando el silencio y la quietud reinaban por
todo aquel enorme caserón.
Es verdad, que mis padres me habían advertido antes de venir. Por lo visto había sido
siempre una mujer fantasiosa y fabuladora. Braulio me confesó una tarde que mi tía Dora
poseía una gran intuición, como la de los gatos, que perciben a los espíritus, los
fantasmas y las almas en pena. Todo aquello me pareció fruto de la superstición, propia
de personas mayores y sin cultura, y no le concedí mayor importancia.
Una noche, que no podía dormir por causa del nerviosismo que precede a un examen
importante, me levanté para ir a la cocina en busca de un vaso de agua y algo que comer.
Era una noche de luna llena, cuyo pálido fulgor inundaba el ambiente de aquellas rancias
habitaciones y salones poblados por muebles antediluvianos, carcomidos y polvorientos.
Al pasar frente al cuarto de mi tía escuché un murmullo a través de la puerta entreabierta
y me asomé, creyendo que me llamaba para pedirme algo. La habitación flotaba en la
claridad envolvente de la luna. Mi tía estaba sentada en la cama, cubierta con su camisón
blanco de bordados y encajes, el pelo plateado cayendo lacio por encima de los hombros,
tan pequeños y huesudos como una frágil muñeca de trapo rellena de borra y alambre.
Tenía el rostro transfigurado, los ojos perdidos en algún punto de la estancia, y hablaba en
susurros, como quién comparte un secreto personal o confiesa sus pecados en la
penumbra del confesionario. Empujé despacio la puerta entornada y entonces lo vi. ¡Lo vi!
Un fulgor atmosférico atravesaba los visillos que colgaban del balcón abierto a la
espesura del jardín, de donde penetraban olores a hojas muertas y maleza silvestre. La
brisa de la media noche soplaba suave sobre los visillos blancos elevándolos en el ailre
como sudarios.
En el rincón más oscuro de la elegante alcoba, toda tan recargada y barroca, palpitaba
una bruma refulgente, que parecía ir cobrando la vaga forma de un ángel, como el de la
silueta metálica y herrumbrosa que coronaba el torreón de la casa. Me quedé sin aliento,
con el pecho encogido y la mano derecha crispada en la manivela de la puerta. No sé
cuanto tiempo pasó, ni siquiera estoy segura de lo que vi aquella noche de verano, si mi
tensión me jugó una broma pesada y no fue más que un espejismo. Pero durante años no
he podido apartar de mi cabeza la figura de aquella bruma suspendida en el aire. Dicen
que únicamente los niños y los dementes pueden ver a los fantasmas. Pero ahora estoy
segura de que la vejez nos devuelve al niño que fuimos y regresamos al país de la
infancia.
Fue al día siguiente, cuando decidí quedarme junto a Dora, no de manera esporádica,
sino para el resto de la vida que le quedase. Mis padres pensaban que yo le hacía con
ello un gran favor, pero era más bien al contrario, porque yo estaba encantada con su
ingenio, su idealismo, aquel entusiasmo casi juvenil por la vida, por cada rasgo
insignificante; su elegancia, el porte de la gran dama, su dignidad para sobrellevar la
dolencia física sin quejarse nunca de nada. Decidí quedarme con ella y comenzar a
escribir. La vieja mansión sumida entre los árboles era el sitio perfecto para ello.
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