CATEGORÍA ESPECIAL
Primer Premio Narrativa
Titulo: EL ÁNGEL DE LA BRUMA
Autor: JOAQUÍN DE SAINT-AYMOUR
EL ÁNGEL DE LA BRUMA
Ha pasado el tiempo, pero todavía conservo muy vivos en mi memoria los años que residí
junto a mi anciana tía Dora Boronat en su mansión de Barcelona. Dora vivía en una
confusa niebla de recuerdos cuando yo llegué desde Caudete para estudiar Filosofía y
Letras en la Universidad de Barcelona, porque siempre quise ganarme la vida como
escritora.
Por ahorrar los gastos de la estancia en la gran ciudad mis padres me recomendaron
alojarme con la vieja tía Dora, viuda y solitaria, una mujer de gran genio, que todos habían
relegado al olvido, quizá esperando a que falleciese para heredar. Yo no la conocía de
nada, pero accedí a ello, en parte porque sentía curiosidad por aquiel miembro de la
familia tan desconocido.
Y lo cierto es que me sorprendió. Dora era una mujer achacosa pero, de porte digno, cuyo
rostro parecía un camafeo antiguo. Pasaba día y noche recluida en su torre de principios
del siglo XX, construida entre la boscosa ladera del Tibidabo. La casa tiene su valor,
porque los Boronat habían sido una familia de gran alcurnia y empaque. Por aquel tiempo,
la mansión era el último vestigio de toda esa gloria marchita, cubierta por la ceniza del
olvido. En la cima del torreón cilíndrico que corona la casa figura una veleta en forma de
ángel portando en las manos una espada de fuego, cuya silueta metálica todavía
sobresale por entre los árboles que rodean el jardín asilvestrado de la finca.
Mi tía Dora padecía desde hace años la fatídica dolencia del Alzheimer. Cuando llegué
desde Caudete se me cayó el alma a los pies, al ver cómo vivía, sola en el interior de
aquella enorme mansión, con la única compañía de un gato viejo, despeluchado y casi
ciego llamado Fu-Manchú, que se pasaba el día durmiendo enrrollado en su regazo,
mierntras ella, junto a una de las ventanas que daban al frondoso jardín, todo el rato
suspirando de nostalgia, sumida, supongo, en la evocación de sus años mozos, cuando
era la señorita más guapa de la ciudad.
Los dolores artríticos y la fatiga crónica le impedían salir ni siquiera para poder comprar lo
más básico. Braulio, un hombre mayor, que había trabajado de jardinero en la mansión
cuando mi tía Dora todavía era la señora Boronat y no la sombra del espectro en el que
se había convertido por culpa del abandono familiar, atendía las necesidades más
urgentes de la viuda con la fidelidad de un viejo perro guardián.
Mi presencia llegó a la vida de Dora como una brisa fresca de primavera oreando el rancio
ambiente donde habitaba. Todo el tiempo que me dejaban libres las lecciones de
Literatura en la Universidad, se lo dediqué a ella. Pusimos en orden las habitaciones más
utilizadas, ordené a un supermercado del barrio que trajese la compra de la semana,
sacamos de los baúles y los grandes armarios, que poblaban las alcobas, los vestidos de
su época gloriosa y salimos juntas a pasear, dejando al viejo gatazo medio ciego, que se
había vuelto un perezoso.
Me gustaba el estilo y los modales de la vieja dama, la dignidad con que afrontaba sus
achaques. Pero el efecto del Alzheimer había retrasado su reloj biológico al de una niña
de diez años, ingenua y romántica, perdida en los laberintos de su memoria. En ocasiones
razonaba con absoluta coherencia, porque poseía mucha cultura y educación. Otras
veces parecía no estar presente. Me hablaba con voz evocadora y romántica de que un
ángel bello, luminoso y radiante, la visitaba por las noches en su alcoba.
17