gatopardo.
Envidiaba mucho a Falconeri, enamorándolas a todas con su apostura viril
de joven aristócrata y revolucionario a las órdenes de Garibaldi. Pero para llegar a
semejante nivel a mi me faltaba eso precisamente, alistarme como soldado bajo las
banderas de alguna epopeya bélica y regresar del frente fogueado, apuesto y valeroso,
porque la guerra embellece al hombre, si es que antes no lo mata.
Ya sé que al pensar de tal modo imitaba con descaro a Ernest Hemingway, pero por
aquel entonces yo emprendía todas mis acciones con el afán insensato de quien vive su
vida como un proyecto de autodestrucción personal para dejar una obra literaria que
mereciera pasar a la posteridad convertido en mito, como había hecho el propio
Hemingway al escribir su leyenda labrándose una reputación. Por eso a quien más
admiraba era precisamente al reportero bélico norteamericano trocado en el mejor
personaje de sí mismo.
Mi gusto por los fabuladores aventureros de la dramaturgia y la literatura me llegaba del
pasado remoto como una onda lejana de la extraordinaria fama cosechada por el escritor
Vicente Blasco Ibáñez, que antaño poseía una formidable villa estilo neoclásico cerca de
la construida por mi abuelo, antagónicos en lo político, pero amigos en lo personal, y cuyo
fantasma yo podía vislumbrar a veces entre los último reluces que propaga el crepúsculo,
paseando descalzo por la playa con las perneras arremangadas y un sombrero canotier
en la cabeza.
En ocasiones llegaba de improviso una tormenta soltando su aguacero furioso por
encima de los bañistas confiados. Comenzaba por soplar un aire ligero y el espacio se
inflamaba de una luz profunda, limpia y reluciente, igual que un óleo pintado por Sorolla,
el famoso artista valenciano también amigo de mi abuelo. Entonces caía el crepúsculo
como un chal púrpura sobre la playa de la Malvarrosa y mi abuela y yo regresábamos a la
villa, con el criado detrás portando el sillón de mimbre y la sombrilla restallando a la brisa
de poniente como una oriflama heráldica, yo desalentado porque Laura Gisbert no me
hacía el menor caso y se comportaba como si fuera un ser invisible para ella.
Cuando llegábamos a la finca, subiendo por el sendero flanqueado de arbustos y
cañaverales atravesados por el rumor de la hojarasca seca, ya nos aguardaba mi abuelo
en el porche, la barba espesa y blanqueada por su venerable vejez, trajeado de oscuro,
consultando impaciente su reloj de bolsillo grabado en oro con las cruces aspadas de
Borgoña y las águilas bicéfalas del Carlismo, pues volvíamos con el tiempo justo de
cambiarnos para la cena.
Siempre teníamos alguna visita de compromiso y aquella tarde venía don Miquel
Gisbert y señora junto a su hija Laura, el ardor mis noches en vela.
Imitando a Trancredi Falconeri, porque para eso precisamente sirven las novelas, al
acabar la cena tomé a Laura de la mano, conduciéndola por las oquedades más
profundas de la villa modernista, que de niño me parecían mazmorras de un castillo
embrujado. Recuerdo como en el sueño dentro de un sueño aquella vieja cama solitaria
en una de las alcobas de los pisos altos, donde antaño dormían las criadas y las
costureras, con las paredes blanqueadas de yeso, telones de telarañas en la techumbre
manchada de humedades, y aquel colchón polvoriento sobre un oxidado somier
quejumbroso. Por un tragaluz alto penetraba el último rescoldo del ocaso. Había moscas
planeando perezosas en el aire saturado de calor, que al atravesar el rayo de sol
aparecían inflamadas como candelas en el día de los difuntos.
Llega un momento en la vida que has de reinventar tu pasado si quieres merecer el
futuro con el que sueñas. Por eso, dotado con el arquetipo literario de Falconeri aparté
mis complejos adolescentes y desnudé a Laura, que lo estaba deseando tanto como yo.
Aquella chica fue para mí la primera y yo para ella el último, pues al día siguiente, cuando
partió junto a sus padres hacia Barcelona, el coche que conducía el empresario textil
derrapó en una curva de los acantilados al atravesar la costa de Tarragona,