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mientras transportan las parihuelas en las que yace el cadáver de un familiar; niños que

juegan y quedan boquiabiertos cuando escuchan sus propias voces y risas en la

reproducción de una grabación que les registramos previamente; un tráfico rodado donde

coches, autobuses, motos, rickshaw o tuk-tuk, bicicletas o cualquier otro medio de

transporte, siempre súper ocupados, a velocidades endiabladas y con un fondo musical

de miles de bocinas que suenan por doquier, configurando un entramado circulatorio que,

para nosotros, occidentales, podríamos considerarlo como caótico pero que los oriundos

tienen totalmente asumido y controlado. Y entre toda esta anarquía urbana: las

omnipresentes vacas, cuyo rol de

sagradas

les otorga el beneplácito del respeto y la

veneración de todos, permitiéndoles, además, deambular entre el gentío y el tráfico sin

ningún impedimento ni cortapisa. Si una vaca se para en medio de la calle; el tráfico se

detiene hasta que el venerado animal decida reanudar la marcha. Si se tumba en medio

de la acera; los peatones la rodean y siguen su camino sin molestarla.

Llegado el momento, cansados de patear la ciudad y de soportar el agobiante calor,

nuestros estómagos nos hacen saber que es la hora de reponer fuerzas y para hacer

realidad esa súplica vital decidimos comer algo en un típico puesto callejero de los

muchos que hay repartidos a lo largo y ancho del país. Nos decidimos por dos

Samosas

y dos

Pakoras

para cada uno de nuestros estómagos famélicos, servidas en sendas hojas

de platanero; muy picantes, pero riquísimas.

Ya entrada la tarde, mientras observamos plácidamente como el sol da carpetazo a la

luminosidad del sofocante día mientras se esconde tras un purpúreo horizonte, apoyados

sobre una baranda con vistas al sempiterno río y a las múltiples

ghats,

con sus hogueras-

crematorios en plena actividad, se nos acerca un benefactor del turista descarriado y nos

ofrece —cosa inhabitual e impensable para un viajero— la posibilidad de bajar hasta uno

de ellos donde poder vivir de cerca la sagrada ceremonia de la cremación de un cadáver.

Nuestro asombro y escepticismo ante la propuesta, en principio, nos hace tomar el

ofrecimiento como una broma pero el nuevo

guía

nos asegura que la proposición va en

serio, lo cual hace que nuestra sorpresa inicial se torne en una oportunidad ilusionante y

única. Negociamos con él la cantidad que nos va a costar este privilegio y tras llegar a un

acuerdo emprendemos el camino escalones abajo. La noche ya está presente. Mientras

nos desplazamos con cierta reticencia y cargados de mucho respeto, saltando sobre

siluetas recortadas en las sombras de cuerpos inertes envueltos por telas blancas con

apariencia de momias que esperan su turno para ser incinerados en presencia de quienes

fueron sus seres queridos, las aguas oscuras y tranquilas del Río Sagrado reflejan el

fuego trémulo de las hogueras permitiendo que mis ojos sean testigo de una postal única

e impresionante que he retenido para siempre en los registros de mi memoria —en esta

ocasión, por razones obvias, aunque me habría gustado, no me atreví a desenfundar la

cámara fotográfica—. Seguimos superando escalones a la estela del casual cicerone,

intentando salvar los obstáculos inanimados que los ocupan, hasta que llegamos a la

plataforma donde se está procediendo al ritual de la cremación. Si antes, según

descendíamos por la escalinata, el hedor en el ambiente de la carne quemada agredía el

sentido quisquilloso de mi olfato occidental, ahora, justo al lado de la pira, la sensación es

insufrible; inconveniente que no parece importar a ninguno de los que comparten la

liturgia mientras giran y salmodian alrededor de la crepitante y fantasmagórica silueta de

la falla humana sin que, aparentemente, les afecte en lo más mínimo. Me hago una

reflexión: «seguramente es una cuestión de costumbres».