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Se me cayeron las llaves y me agaché para recogerlas, cuando me incorporé con la

esperanza de encontrar una respuesta más detallada a lo que él me había dicho. Pero

cuando levanté la vista, el hombre había desaparecido, en su lugar, comenzaba a caer un

papel, era una tarjeta de visita. En ella se leía. “Detectives Privados Johnson: protegiendo

Nueva York desde 1846” Y al lado, había una dirección con un número de teléfono. Decidí

no confiar en aquel detective que se había presentado en la puerta de mi edificio: una

mala decisión.

Al día siguiente, me desperté como normalmente, di los buenos días a mi casero y fui al

trabajo. Cada vez más gente, quedaba sorprendida por nuestro trabajo, a veces incluso

venían periodistas para hacernos unas preguntas. Siempre comentaban y resaltaban

nuestro valor para poder subir allí y jugarnos la vida en cada jornada, yo no lo llamaba

valor, yo lo llamaba hambre. Desde arriba, a veces miraba a las personas que cruzaban la

calle e intentaba imaginarme como serían sus vidas, era un buen entretenimiento. Aquella

tarde, fui a casa de Sarah, había pensado en las palabras del detective y pensé en dejar

una nota que había escrito para dar una excusa inventada por no presentarme en la cita.

Cuando abrí el buzón para dejar la nota, de repente, Sarah abrió la puerta. No llevaba

maquillaje, y llevaba un batín y ropa de estar por casa. Además, su pelo no estaba

recogido, tenía una mirada distinta, no parecía ella.

-Mm… Hola, Sarah- le dije sorprendido por su aparición tan repentina.

-¿Qué haces con mi buzón? Entra…

Y lamentablemente, le hice caso. Me invitó a tomar algo, pero no quise, le temblaban las

manos. Su casa era grande, no era muy lujosa y estaba llena de fotos. No encontré ni

rastro de sus hijos. De repente, cuando me paré a mirar una foto, sacó algo de un cajón,

no decidí mirar que era. Me enseñó la casa, y cuando llegamos a una habitación vacía,

me empujó dentro de ella.

-¿Qué te sucede, Sarah? Me ha dolido, ¿te encuentras bien?

A partir de esas palabras todo sucedió muy rápido, Sarah me disparó y comenzó a reír

locamente. Me tapó los ojos con una venda y me dejó encerrado en la habitación. No sé

cuantas horas pasaron a partir de ahí, pero fueron extremadamente largas, no sabía qué

hacer, intenté pedir ayuda, pero sabía que nadie me iba a escuchar, además, debía

guardar fuerzas, el dolor me estaba matando y no podía más.

Y allí me encontraba yo, tirado en el áspero suelo, con mi rostro sobre su superficie

fría. Ríos de sangre brotaban de mi herida e impregnaban mi traje, mi valioso traje. Había

llegado muy lejos, pero no daba crédito a que mi historia se quedara allí, en esa

habitación oscura, donde por el eco, su risa triunfante había rebotado junto el sonido de

un disparo, que lamentablemente llegó a posarse drásticamente en mi pierna. No sabía si

debía levantarme, pero de todos modos no quería, prefería quedarme ahí. No valía la

pena intentarlo, ya no quería luchar por la vida, levantarme y volver a luchar por ella. Ella,

la vida, que había sido tan cruel, dura y cruda conmigo; a pesar de que la mayor parte, a

penas la recordara. Pasó tiempo, mucho tiempo, o al menos eso me pareció. Hasta que

escuché un ruido de una sirena de policía y disparos continuos. Me habían encontrado,

unos vecinos me habrían visto entrar, y al notar que no salía, decidieron llamar a la

policía. Cuando los policías irrumpieron en la habitación oscura, yo ya estaba

inconsciente. Me llevaron al hospital y me recuperé del disparo en la pierna. Cuando salí

de allí, lo primero que hice fue ir a la oficina de la tarjeta de visita que me había entregado

el hombre extraño. Verdaderamente, era un detective y según sus palabras, Sarah estaba

loca, al morir su ex marido, quedó traumatizada. Sí, ex-marido, porque estaban

divorciados. Él maltrataba a Sarah y, un día que vino a casa borracho, mató a sus hijos y

dejó a Sarah lisiada. Para vengarse de él, lo mató y dejó una pistola a su lado, más tarde

se fue a trabajar y cuando volvió, fingió que lo habían asesinado. Esto le provocó un

sentimiento de culpa y se inventó en su mente a un marido perfecto que había leído en un