- Vivo en Lavapiés. Tuve un pequeño incidente con mi anterior bar de confianza,
resulta que les prohíben la entrada a las mujeres libres.
- Ah. – Fue su única respuesta, pues la afirmación le había dejado sin palabras. Los
bombardeos habían cesado años antes, pero jamás había pisado la zona por
miedo a la devastación. A decir verdad, creía que Madrid jamás se recuperaría de
la guerra. – Lo siento, debería irme o llegaré tarde a clase. Encantada de
conocerte.
Le pareció distinguir un ápice de diversión en los ojos de ella mientras le daba dos besos.
Su cuello desprendía un ligero aroma a jazmín que la acompañó hasta la misma estrada
de la escuela, donde la asaltaron sus amigas con sus comunes cotilleos y grititos
juveniles. Su mente, en cambio, voló muy lejos durante la terrible clase de la Señora
Martínez sobre la correcta educación de los hijos, y lo siguió haciendo hasta el fin de la
soporífera jornada.
Se desvió de su camino a casa para intentar despejar su cabeza con un agradable paseo
por el parque, y casi consiguió ordenar sus pensamientos hasta que una tormenta con
forma de mujer le devolvió el caos. Acurrucada en un banco estaba leyendo Rebeca,
hermosa como una estatua griega, con un suave sol de mayo acariciando su piel. No
pudo más que acercarse, intentado que no la notase en vano, pues esta enseguida la
reconoció y le dedicó una burbujeante sonrisa que le obligó a tomar asiento junto a ella.
Una suave conversación fluyó toda la tarde, las risas parecieron apagar el mundo que las
rodeaba y se descubrieron a ellas mismas a solas en el parque, la noche oscureciendo el
lugar. El silencio les acompañó de camino a casa, no un silencio incómodo sino uno de
esos que se producen cuando la situación es tan idílica que ni te atreves ni a respirar por
miedo de que la burbuja estalle.
Julia se dejó caer sobre el raquítico colchón con el estómago rugiendo tras la escasa
cena. Se sentía perdida, pero a la vez más feliz de lo que había sido en su vida. El
problema es que también estaba lo más sola que había estado nunca.
Ahora, consiguió descifrar de su interior en las semanas consiguientes, guardaba un
secreto que, como una horrible cicatriz, la separaba de todos los valores que se le habían
inculcado desde que se descubrió su sexo tras el parto que estuvo a punto de llevarse la
vida de su madre.
Rebeca la recibió en su casa vistiendo nada más que un camisón de fina tela blanca. Con
esa vestimenta, parecía un ángel caído del cielo. Pero Julia sabía, que bajo esa
apariencia etérea, habitaba un huracán. Sus labios acogieron los de la menor en un beso
furtivo y prohibido, tan dulce que sería capaz de romper el corazón de cualquiera. Y a la
vez, tan moralmente erróneo. Su familia, la Iglesia de la que era fiel, sus amigos e incluso
su propio país le darían la espalda si el íntimo secreto que compartían salía a la luz. Las
mujeres eran invisibles, se daba cuenta con impotencia, en un país en el que solo eran
destinadas al cuidado de los hombres. Ni siquiera estaba castigado su pecado al contrario
del de los hombres homosexuales, no existían. Dudaba, incluso, que hubiese más como
ellas. Lo único cuya veracidad conocía era lo que rugía en su interior, el amor que sentía
por la piel que en ese instante estaba acariciando, haciendo que sus dedos se fundiesen
con el tacto.
La parte impuesta de su consciencia le hacía sentirse asqueada de ella misma, pero sus
latidos no podían negar lo que ella ya sospechaba: jamás sería capaz de amar a otra
persona.
El mundo pareció caerse a pedazos cuando volvió a su casa aquella noche, con la barriga
hormigueando de felicidad. Sobre el diván se encontraba sentado Diego, hijo de un viejo
amigo de la familia, con un ramo de escuálidas flores en una mano y una cajita
aterciopelada en la otra, vistiendo con un terrible resultado un traje oscuro y su