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Es todo un reto salir vivo de una comida, es un revoloteo de manos asesinas empeñadas

en matarte de hambre evitando que te acerques, o simplemente matarte. Qué

desconsiderados son estos humanos. Yo, que polinizo sus flores y les doy algo que hacer

cuando se aburren, aunque parece que eso de rascarse los picotazos lo consideran más

que entretenido, molesto… Vaya “tisquismiquis”, así me lo agradecen. Si fuera yo a sus

casas con un matamoscas gigante a lo mejor se lo pensaban dos veces.

En general me recuerdan más cuando me voy que cuando llego, que es cuando empiezan

a notar mi paso por su piel. Tampoco toleran eso de que le dé un pequeño traguito a sus

refrescos, se ponen como locos. Son unos egoístas, además, ¿tanto bebo yo? ¡Pero si

tengo el tamaño de una cabeza de alfiler!

No suelo quejarme mucho, las pobres avispas son casi más despreciadas. Somos

incomprendidos los insectos. Ellas, que solo quieren jugar, se ven rechazadas a

manotazos… El resultado está más que claro, tienen un pronto rápido y se echan al cuello

como locas. Son un tanto agresivas cuando no las tratas con amabilidad. Pero, ¿a quién

no le gusta que le traten bien?

Aquel día, como tantos otros me fui a pasar la hora de la siesta con algunos compañeros.

Nunca dormimos, simplemente, nos aprovechamos de los incautos que se atreven. Esos

padres inmensos, que suelen ir por obligación, acaban derrotados y se echan a dormir a

la sombra, boca abajo, sobre sus toallas. A veces, para pasar el rato, hacemos carreras

sobre sus espaldas hasta que les pica tanto que se dan la vuelta. Ese es un momento

peligroso, puedes acabar criando malvas entre la toalla y una espalda sudada. No se lo

recomiendo a nadie, aquellos que consiguen sobrevivir… no vuelven a ser los mismos.

Decidí darme un paseo por la piscina. Los más enérgicos ya nadaban de un lado a otro.

De repente, un salto de bomba me sorprendió y las salpicaduras me arrastraron hacia el

agua. Me zambullí, asustado, viendo torsos y piernas moverse bajo el agua. Pensé que

aquel día me había tocado a mí acabar flotando inerte en el agua pero, otro chapuzón me

devolvió a la orilla donde, un minuto más tarde, el agua se evaporó de mis alas y pude

alejarme volando del peligro.

Cerré los ojos cuando me tumbé a la sombra a descansar. Había estado muy cerca,

necesitaba relajarme un poco para seguir disfrutando del día. Un escalofrío me recorrió la

espalda, e instintivamente, alcé el vuelo hacia ninguna parte. Justo a tiempo. Una elástica

lengua me persiguió hasta que quedé fuera de su alcance. Las lagartijas, siempre tan

traicioneras. Esperan siempre a que estés distraído o deslumbrado por un foco muy

atractivo. Siempre que puedo, por simple odio entre especies, les grito feas cuando las

veo sin cola. Qué suerte, no vuelan.

Necesitaba retomar fuerzas. El susto me había alterado. Como me apetecía carne roja me

acerqué a una muchacha que, a mi parecer, ya había tomado suficiente el sol para el

resto de su vida. Esto le iba a doler, no ahora, pero sí cuando echara mano a calmar el

picor ya que tenía la piel de ese color tan llamativo y brillante, por no decir que parecía

una gamba y ofenderla. Aterricé en su antebrazo, estaba tan delgada que no me costó

llegar a la vena. A pesar de todo, la noté un poco seca. ¡Estas niñas, tan delgadas! Se me

fue la vista un momento y divisé a una mujer grande y gruesa sentada en una hamaca.

Vigilaba a sus nietos como una leona, si a alguno llegaba a pasarle algo, le iban a faltar

piernas al socorrista para huir de la furia de aquella matriarca. Me enamoré al instante.

Ataqué su pierna con voracidad y me dejé llevar, bajando la guardia. Un milímetro faltó

para que un abanico mortal acabara conmigo brutalmente. El impacto lo recibió la pierna,

que retumbó con violencia y me impulsó lejos de aquella mujer. La vida sin riesgo no es

vida. Hubiera muerto feliz después de probar aquella sangre tan sabrosa.