El sol ya estaba bajo en el horizonte. La gente comenzó a irse. Las emociones
contradictorias ser reflejaban en sus rostros. Habían disfrutado hasta la última gota de
agua y el último rayo de sol pero, no iban a volver a pisar aquel húmedo terreno hasta
nueve meses más tarde. ¡Qué lejos lo veían! Un llanto rezaba “¡Buah! ¡Yo no quiero volver
al colegio mañana, yo quiero quedarme aquí!” Busqué a aquel desgraciado con la vista.
Lo encontré siendo arrastrado bruscamente por aquella violenta señora del abanico. Era
implacable. El nieto ni siquiera movía los pies, era una tabla vertical en el suelo, aún así,
la señora, sin aparente esfuerzo, lo deslizaba por el suelo hacia la salida. Los otros nietos,
más crecidos, habían aprendido ya a no llevarle la contraria a su abuela, llevaban la
marca del abanico escrito en la nuca. ¡Qué mujer tan agresiva!
Como cada tarde de aquel verano, me senté en la silla del socorrista, sintiéndome
poderoso, mientras le observaba limpiar otra vez la piscina.
- ¡Échame una mano, Raúl! Que este no es mi trabajo-. Le gritó el socorrista al
conserje que le miraba desde la entrada.
- Ya estabas tardando en buscarme, ¿eh?-. Le respondió mientras se acercaba riendo
socarronamente.
Comenzaron los dos a preparar la piscina para ser limpiada a fondo al día siguiente. Su
trabajo ya había terminado. El conserje se quejaba de que ahora le destinarían a
cualquier lugar y seguramente sería peor que hacer de portero en la piscina. Vi al
socorrista rascarse detrás de la oreja y quejarse:
- ¡Malditos mosquitos! Me llevan frito. Siempre a por mí, se ve que no tienen más
gente a la que incordiar… Si es que todo el día igual; cuando no es un mosquito, es
una avispa, que anda que no tienen mala leche las “bichas”. Cuando no son
avispas… arañas, ¡me dan un asco! Se me suben por las piernas y alguna vez he
estado a punto de caerme de la silla por un susto. Me faltan dedos ya para contar
todas las picaduras que llevo. Me pica todo y me pican todos. Esto es un sin vivir.
- Invítales a una caña o algo y a lo mejor te dejan en paz-. Se burlaba el conserje.
- Anda, calla y calla, Raúl. Que me pongo malo.
- ¡Ay, pobre! Vente al bar, que te invito.
El conserje y yo nos reíamos de él. Ya sabía yo que se acordaría de mí tarde o temprano.
Somos el alma del verano, siempre en boca de todos.